23 febrero 2015

«Dioses, mundos y otros villanos» de Jorge Bar

Por José Güich

Dioses, mundos y otros villanos, libro de Jorge Bar, y maravillosamente ilustrado por Jimmy Baltazar Palomino, es una prueba de que esta ciudad continúa aguijoneando a los escritores y generando nuevos imaginarios. Ambiguamente subtitulado “Relatos insolentes”, se trata de un conjunto de textos provocadores y desenfadados en torno de la relación de sus personajes con la urbe inabarcable y caótica que es la Lima contemporánea. En concreto, los cuentos giran en torno de Sed y Pim, dos jóvenes que hacen de la Gran Aldea el espacio de su aprendizaje e iniciación sentimental. A pesar de esta declaración explícita acerca de la naturaleza del libro, se percibirse un velado ánimo de unidad, a la manera de Los inocentes de Reynoso, libro con el cual posiblemente hay un diálogo subterráneo. Sin embargo, lo que en el clásico moderno del gran autor arequipeño es una sórdida  exploración de la violencia y de los códigos machistas que sumen al sujeto en un mundo inhumano, en el libro de Bar es, por el contrario, celebración de la vida en todas sus facetas. Ese carácter lúdico y camaleónico de los personajes, quienes emprenden su “educación” vital con total espontaneidad o frescura, hace de su libro algo muy distinto de lo que normalmente es previsible hallar en toda una legión de autores peruanos contemporáneos, cuyas carreras se han forjado bajo la influencia inevitable de Reynoso, Vargas Llosa, Ribeyro, Congrains o Bryce.

 Es obvio que el lector encontrará en los textos de Jorge Bar la correspondiente cuota de sexo propiciatorio que Sed y Pim requieren para insertarse en la compleja red de búsqueda de una identidad propia, lejos de la férula paterna o materna. También, por supuesto, descubrirá una explícita  referencia a los alucinógenos: la cultura juvenil no sería tal sin el consumo de hierbas  y otros menús satanizados por la doble moral de un mundo adulto que las rechaza y les teme, pero que no hará campaña alguna para erradicar otros males de una sociedad estamental, racista, ninguneadora, violenta e hipócrita.

Bar esgrime contra ella las armas de la irreverencia y del gesto de desaire sin estridencias o ánimo de escandalizar gratuitamente. Le bastan la ironía y el humor soterrado a propósito de las andanzas eróticas y marihuaneras de sus personajes en un contexto mediocre, gris, tan característico de eso que nadie ha logrado definir con exactitud pero que intuimos: lo limeño.

Son niños asombrados, voraces, dispuestos a que nada se oponga al placer hedonista; este afirma la vida en sus facetas más fisiológicas frente a la muerte representada por la Lima y su decadente sicología colectiva. Algo de novela picaresca impregna a los seres de Bar; ello nos remite ya no solo a la tradición del Bilndungsroman, es decir, la novela de aprendizaje, sino al Lazarillo y a Quevedo, cuyos personajes también viven aventuras desopilantes más bien guiados por la necesidad de sobrevivir a los embates del hambre y de la mezquindad de los hombres.

En el libro de Bar, también hay necesidades imperiosas: el descubrimiento de lo que significa “vivir” en toda su dimensión, ganándole un día más a la certeza inexorable que nos angustia desde que adquirimos conciencia de la finitud: algún día moriremos y no habrá postergaciones a la cita. Sed y Pim, desde su dislocada visión de un mundo que cambia constantemente, (en concreto, los años ochenta) irán creciendo, muy a su pesar. Y eso implicará otra lucha, otro “agón”, esta vez impulsada por el temor a aceptar su terrible inserción en la adultez, con las exigencias del caso.


Así culminan estas historias conectadas entre sí por el motivo-guía de la pérdida de la inocencia, la nostalgia y la constante búsqueda de un paraíso que escurre de las manos. Felicito a Jorge Bar cálidamente. Ha tenido el valor de reclamar para sí una ya dilatada línea de autores peruanos cuyos libros recorren los territorios de la adolescencia descarnada. Lo ha hecho con naturalidad, sin saturaciones que muchas veces solo sirven para ocultar la poca destreza para narrar. Él, por el contrario, cuenta historias y lo hace con solvencia y originalidad. De ahí mi entusiasmo y expectativa por sus futuros trabajos que, estoy seguro, leeré con el mismo gusto que Dioses, mundos y otros villanos me ha deparado con largueza. 


Dioses, mundos y otros villanos. Lima: 2014. Colmena Editores. 80 pp. 

08 febrero 2015

BREVE RESEÑA DE UN LECTOR CASUAL SOBRE ''GENERACIÓN COCHEBOMBA''

Normalmente no suelo leer a escritores peruanos que no pertenezcan al ''canon'' (nótese las comillas). La última vez que lo hice fue con el libro Contarlo Todo de Jeremías Gamboa y la sensación que me dejó, a pesar de haberlo leído con relativo interés, fue la de saber de antemano el final. Demasiado texto para decir tan poco. Por otra parte, la novela Generación Cochebomba de Martin Roldan, si es que no te atrapa al inicio -en mi caso fue así-, lo hará en la página 31 y, después, será complicado para el lector no seguir la historia, una historia bien escrita, con técnicas narrativas muy interesantes cuyos nombres desconocía por completo -por ejemplo, los vasos comunicantes (alternar entre párrafo y párrafo diferentes historias que no parecen tener relación la una con la otra, pero que, vistas como un todo, adquieren renovado significado). Y lo más importante es que no sabrás el final, aunque suene tonto, hasta el final del libro.
 
Si el lector es perspicaz, podrá intuir ciertas relaciones entre historias y personajes gracias a ciertos indicios que el autor va dejando a lo largo de la novela, pero para ello se debe estar atento. Entre los actores principales se encuentran Adrián R -alter ego del autor- adolescente al cual le tocó vivir una época complicada y que, como sus demás compañeros -Carlos Desperdicio, el Innombrable, el Treblinka y Fredy Nada-, se refugió del ambiente opresor del terrorismo en otro ambiente que tenía como denominador común las drogas y el sexo: las fiestas de punk y rock subterráneo del centro de Lima y sus interminables ''pogos'' con sus respectivos ''carajos'', ''mierdas'', ''hijos de puta'', ''rosquetes'' y demás jergas; la subversiva Olga, creo yo, el personaje mejor logrado por su forma de ser tan desconcertante y misteriosa, y, por eso, tan humana, una muchacha que, realmente, me hubiese gustado conocer (chica rebelde y complicada de amar). Se puede mencionar también al pequeño Raúl y su desaparición pacífica, como un sueño tranquilo. Y un largo etcétera más.

El hecho de alternar historias que al final se entrelazan (a lo que se me ocurre denominar como ''vasos comunicantes a mayor escala''; es decir, de capítulo a capítulo) muestra la capacidad del autor para no caer en el vicio del relato monótono y lineal que, normalmente, aburre. Las historias de Adríán R. y los terroristas, que durante casi toda la novela serán llamados ''Él'' y ''Ella'', se van conectando hasta el punto de fusionarse. Historias paralelas y disímiles que solo en el epílogo del texto hallarán una conexión que decantará en un final bastante sorprendente... por lo terrible. Los diálogos entre ''Él'' y ''Ella'', y entre ''Ella'' y los otros muchos personajes anónimos que conforman, en el texto, parte de todo el aparato terrorista demuestran un conocimiento bastante profundo de la manera de pensar de Sendero Luminoso y de su estructura interna. Y llevar la ideología senderista a la ficción no resulta fácil. Ficcionar la matanza de Barrios Altos o el atentado de Tarata no es labor sencilla. Mucho estudio y habilidad pura del escritor.

Generación Cochebomba no busca etiquetar a los senderistas como malos. Esta obra está por encima de maniqueísmos. Se busca representar una época complicada desde la mirada de adolescentes con esperanzas, de adolescentes que intentan buscarle un porqué a su existencia; pero que tienen que lidiar con un ambiente bastante hostil, el cual, sin embargo, no les impide amar, no les impide ''ser humanos''. Adolescentes, en definitiva, que no tuvieron la culpa de nada.

Raúl Arrunátegui, lector.