10 mayo 2018

La lección de Gombrowicz

Por Armando Alzamora


Hace poco terminé de leer Ferdydurke de Witold Gombrowicz. Tenía el libro en mi biblioteca desde hace tres o cuatro años. Había intentado leerlo anteriormente, pero no pasé del cuarto capítulo. Ahora, decidido, luché contra la complejidad y el puro absurdo de esta novela, solo para concluir finalmente que se trata de una verdadera obra maestra. Creo, sin embargo, que existen ciertos aspectos propios de la poética de Gombrowicz que dificultan la tarea del lector. No en vano, pese a la unánime admiración de la crítica hacia su obra, sigue siendo un autor poco leído. 
Unos de esos aspectos problemáticos con el que nos vamos a enfrentar al abordar este libro es el lenguaje. No es un estilo al que muchos estemos acostumbrados. Y por momentos se torna desesperante, como si intentásemos sostener una conversación alturada con un idiota. Baste solo con mencionar la constante alusión que se hace del culo empleando diminutivos o derivaciones: "culito", "cuculito"; "cuculillo", "cuculio", "culeco", etc. Se trata, además, de un lenguaje que emplea hasta el hartazgo la repetición, el montaje y la fragmentación como herramientas centrales de su poética, un lenguaje que se autosatisface en lo grotesco, el caos y la ridiculez. En tal sentido, estamos ante lo que se conoce en la teoría de la vanguardia como una obra inorgánica. Pero este aspecto va más allá de la forma e implica también a la estructura de la novela. 
Por ello, no menos complejo es el desarrollo francamente disparatado de la historia. Creo que el concepto que trabaja aquí Gombrowicz es el "azar", ya que el discurrir de los hechos no se enlaza por una relación causal. El lector acostumbrado a la intriga y al suspense se sentirá acaso defraudado con los sucesos inexplicables e incluso delirantes de esta novela. Solo por citar dos ejemplos, recordemos primero la curiosa estrategia de espionaje de Pepe Kowalski a la colegiala moderna. Nuestro antihéroe se encuentra obstinado en importunar de un modo definitivo a la joven con el fin de que ella renuncie a su modernismo. Entonces acomete uno de los actos más insólitos que he encontrado en cualquier novela: atrapa una mosca, mutila sus alas y la deja, revoloteándose como una larva, dentro de una zapatilla de la colegiala. Este hecho representa para él la ruptura en su distanciamiento con la joven. Pero refleja, sobre todo, el despojo de ese modernismo aristocrático y fingido que Kowalski identifica muy bien como una máscara de la alienación. Y él, a diferencia de la joven, está concentrado en la tarea de involucionar, de volver hacia la inmadurez, de convertirse incluso en idiota. Un segundo ejemplo de este punto es el recorrido que emprenden Polilla y Kowalski en busca de un peón auténtico, un peón libre y descontaminado de aburguesamientos. En vano recorren barrios obreros y suburbios de Varsovia. Pero lo delirante de esto son los motivos por los que desestiman a los peones, uno tras otro:
"Se nos presentó por fin un aprendiz bastante bueno, un rubio simpático y proporcionado pero, desgraciadamente, con alta conciencia social y mal asimiladas ideologías.
-Facha -dijo [Polilla]-, ¡al diablo con el filósofo!
Otro todavía, un tunante típico con el cuchillo entre los dientes, un vivo suburbano, nos pareció por un momento ser el peón anhelado, mas, por desgracia, llevaba un sombrero de copa. Otro, con el que entablamos conversación en la esquina, nos convenía en todos los sentidos, pero ¿qué hacer, si empleó la expresión 'no obstante'?" (Ferdydurke, pág. 237).
Dudo de que un autor acostumbrado al éxito editorial tenga el "atrevimiento" de publicar un libro semejante. Más aún si consideramos que esto implica asumir una postura ante la crítica literaria. No se puede publicar un libro obsceno y mordaz para después dejarlo abandonado en manos de ese chimpancé neurótico y narcisista que es el crítico. Una propuesta como la de Ferdydurke requiere una defensa. En tal sentido, es interesante la reflexión y discusión que genera Gombrowicz a partir de la posterior publicación de su "Diario". Me parece una defensa ejemplar, una actitud que pocos escritores podrían asumir, no por falta de voluntad, sino porque sus obras solo fueron concebidas para el deleite del burgués y la masa amaestrada, no para enfrentarse a la institución arte:
"Basta ya de obras inocentes, obras que entran en la vida con la cara de quien no sabe que será violado con mil juicios idiota; basta de autores que fingen que esa violación cometida en ellos por un juicio superficial y descuidado es algo incapaz de herirles y algo que se debe ignorar. Una obra, aunque nacida de la más pura contemplación, debería estar escrita de manera que asegure al autor una ventaja en su partida contra los demás. Un estilo que no sabe defenderse ante un juicio humano, que hace que su creador sea pasto de cualquier cretino, no cumple con su cometido más importante" (Diario, pág. 107).
Gombrowicz fue siempre un polemista. A la famosa disputa con Borges, Ocampo y el grupo Sur, también se suman la polémica con Lezama Lima y el grupo "Orígenes" debido a la publicación de su recordado ensayo "Contra los poetas", o su discusión con el Nobel de Literatura 1980 Czeslaw Milosz en torno al concepto de "literatura nacional". Gombrowicz siempre resultó una figura incómoda, una piedra en el zapato de la institución literaria. Y como no podía ser de otra manera, el reconocimiento de su obra fue tardío. No está de más recalcar que el camino por el que optó no podía granjearle el éxito inmediato. Optó por la más "absurda" de las formas para perdurar, pero, a su modo, fue genuino y consecuente. 
Hoy que tantos escritores se pelean para que los reseñe el crítico de moda o el Ministerio les pague sus pasajes a festivales literarios, esta es la lección de Gombrowicz que muchos deberíamos considerar. Como él afirmaba hacia el final de Ferdydurke: "La normalidad es un equilibrista sobre el abismo de la anormalidad" (pág. 292).
Seamos, pues, anormales.