21 septiembre 2008

Sonó el tambor de la nostalgia

Manuel Morales, una de las voces más representativas de la poesía del ’70, falleció en octubre del año pasado en Porto Alegre, Brasil. Hoy queda el vacío irreparable y la incerteza de saber si en un futuro no muy lejano se publicarán los poemas que el autor durante tantos años escribió y guardó.
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»» Por: Armando Alzamora.

FATALIDAD LATENTE

            Nunca entenderé la mala suerte de algunos poetas. Ni sus decisiones, tal vez absurdas, pero sobre todo radicales. En ambos casos, el resultado es siempre el mismo: una obra inconclusa que se convierte en el proyecto de lo que pudo ser una obra mayor. Rimbaud fue uno de ellos: habernos entregado esa poesía deslumbrante a tan corta edad, para después dejarnos en la espera irremediable que no hallaría jamás el fin añorado: el poeta sencillamente no volvió a escribir un solo verso. Del mismo modo, la obra del español Miguel Hernández, con apenas treinta y dos años de edad y un porvenir auspicioso, se desbarató víctima de la fatalidad cuando en 1942 acaeció su muerte. Y en nuestro país los casos no fueron ajenos. Javier Heraud y Luis Hernández son dos ejemplos. Víctimas de esa mala fortuna o de esa decisión inexplicable, la muerte les llegó en el momento en que la ebullición de sus obras empezaba a cobrar una fuerza arrolladora, dejando truncas dos carreras, aunque divergentes, desarrolladas con suma brillantez.

            Un nombre más se suma a esta lista negra lista negra: Manuel Morales, poeta marginal y legendario de la década de los ‘70. Su obra no iba más allá de un par de publicaciones, la insular plaqueta Peacen bool (1968) y el poemario Poemas de entrecasa (1969). Publicó también unos pocos poemas en la revista Textual (1971) y en algunos números de la revista que codirigió con Carlos Bravo Espinoza y Jorge Ovidio Vega, Gleba literaria. Luego de eso, su silencio poético ha sido abrumador.


MORALES Y LA POESÍA

            Se formó en las filas del movimiento Hora Zero, grupo en el que participó casi desde su fundación, en las aulas universitarias de la Universidad Villarreal. Recuerdo siempre las palabras con que Jorge Pimentel me relataba esas interminables noches de cerveza y dados en las que Morales imponía la única ley, su ley: ‘’En esta mesa únicamente se habla de poesía. Y el que no cumple, se me va’’. Esa ley, Morales siempre la hacía cumplir.

            Cultor de una dicción en la que confluyen el lenguaje culto y el de la calle, Morales ha sido −quizás no para muchos, pero lo fue− un paradigma de la libertad y el sentido lúcido y sincero de una lírica cuya preocupación no desbordó los planos de la cotidianidad. Su poesía se desarrolla allí, en el día a día, en las calles atestadas de esperanza –o acaso desazón−, en la cantina donde los trabajadores suelen retozar después de la jornada avasallante. Pero su poética trasunta el escollo de la sordidez para mostrarnos, a través de un vuelo estilístico altamente logrado, todo lo humano y bello que suele ser en ocasiones ese tránsito usual y familiar. Y rescatar esas pequeñas pero hermosas reflexiones no es algo que cualquier poeta pueda hacer; pero Morales lo logra. Alberto Escobar, en el segundo tomo de su Antología de la poesía peruana (1973), no me deja mentir: ‘’la estridencia formal que a ratos adquiere su lenguaje es la contrapartida a una básica actitud de nostalgia y de búsqueda por el sentido que se oculta tras el ceremonial cotidiano’’.

            Su Poemas de entrecasa nos muestra una óptica sarcástica de una sociedad indolente y oprimida, tal como puede interpretarse de sus poemas “Saludo” ("Saludo a los pájaros que malogran el arado/ A las doncellas de nalgas somnolientas / A mi vecino que ronca como un cerdo/ Y a su mujer que lo atrasa con un negro") e “Idiosincracia” (“Estamos acostumbrados a las mentiras./ Nos tratan peor que a negros./ Nos humillan peor que a negros./ Hasta nos venden como negros./ Y este país es el despelote./ Con el cuento del pueblo –nos estafan./ Nos hacen a diario el cuento del tío./ Estamos acostumbrados a las mentiras./ Al tira y afloja de unos cuantos pendejos./ Pero ya se les va acabar,/ Porque un día de estos se nos sale el indio”). En medio de ello, Morales, virtuoso apropiador, ilícito contemplador del caos, no sólo se limita a describir lo que permite su sensibilidad, sino que deja en ciernes la posibilidad de una ''subversión'' subalterna. Y es aquí donde radica otro punto trascendental de su obra: sigue la vida, como ahora, y sin embargo, siempre hay algo que puede cambiarse. Morales lo sabe muy bien, y no lo calla: su poesía irradia, pese a todo, un soplo de esperanza.

            Muchos quizás lo han de recordar por un poema breve pero sabio titulado “Si tienes un amigo que toca tambor”, hermosa demostración de sencillez y de un lirismo clarificador:  

Si tienes un amigo que toca tambor
Cuídalo, es más que un consejo, cuídalo.
Porque ahora ya nadie toca tambor,
Más aún, ya nadie tiene un amigo.
Cuídalo, entonces,
Que ese amigo guardará tu casa.
Pero no lo dejes con tu mujer, recuerda
Que es tu mujer y no la de tu amigo.
Si sigues este consejo, vivirás
Mucho tiempo. Y tendrás tu mujer
Y un amigo que toca tambor.

            En 1974 viajó a Brasil. Pocos sabrían que ese hombre de aspecto bonachón y ducho no volvería al Perú más que en una fugaz ocasión, en 1977. Después, la huella de su poesía, la memoria e incluso la ficción (se piensa con certeza que Morales es uno de los personajes de la novela El escarabajo y el hombre, de Oswaldo Reynoso) se han encargado de hacer perdurar su figura descollante en las letras peruanas.


SILENCIO POÉTICO

            Lo que para muchos resultó ser una carrera brillante tempranamente aniquilada por el rigor del trabajo, la rutina y el formar una familia lejos del lugar que le vio crecer, no fue más que el error involuntario de amigos y lectores azuzados quizás por el temor a una emulación rimbaudiana. Pero no, el poeta, transcurridas más de tres décadas desde su viaje, siguió entregado al oficio, tantas veces ingrato, de la poesía.

            Leo unas líneas que se le atribuyen: ‘’Ser poeta en el Perú no se lo deseo ni a Superman’’ y ‘’Publicar un libro en el Perú es más difícil que levantar una mesa con los dientes’’, y pienso que, a lo mejor, esos amigos y lectores estuvieron a un paso de acertar. Será entonces que Morales sintió lo que el poeta chileno Enrique Lihn afirmaba en uno de sus poemas más representativos: “Ahora que quizás, en una año de calma, / piense: la poesía me sirvió para esto:/ no pude ser feliz, ello me fue negado,/ pero escribí.” Será que, lejos ya, sabiéndose condenado a esa distancia y enfrentado con su propia escritura, decidió seguir el camino que inició, no ya por el afán de publicar, sino por perseguir lo que desde sus inicios fue su compromiso, tal como afirma en una carta dirigida a Jorge Pimentel y Tulio Mora, fechada en junio de 2005, luchar «para que la poesía no sea una farsa y sí el resultado dialéctico de una generación que ansiaba la libertad contra todos los indicios del oficialismo».


            Desde la distancia, Manuel Morales nos ha legado un puñado de poemas inéditos que esperamos, por el bien de la poesía, salgan pronto a la luz. Por ahora sólo nos queda esperar. Y que por favor no sean treinta años más. 

230 años sin Piranesi

Por: Armando Alzamora

No creo en las casualidades. Menos aún cuando recuerdo los grabados del artista italiano Giovanni Battista Piranesi y mi primer encuentro con ellos: fue a principios de 2008, trabajando en la sección de Arte y Arquitectura de una librería, me topé con un libro dedicado al estudio y exposición de su obra. Tal vez así debió pasar: suelo pensar que ciertas estéticas están destinadas a nuestro deleite por alguna correspondencia o semejanza con el espíritu del autor. Pero tengo claro también que la intuición es perfectamente capaz de escarbar en las raíces mismas del proceso artístico-creador, más allá de todo contexto y de la estructuración de dicho código.
Digo esto porque era, o creo serlo todavía, un completo ignorante en lo que a artes plásticas se refiere. Pero sigo creyendo en la similitud de temperamentos, en la correspondencia extraña y espiritual que solemos adoptar, y que se convierte, como ahora, en nuestra única defensa.
Fue por eso que en Piranesi vine a hallar la forma de una idea que -tal vez producto de una herencia colonial- ha estado presente vívidamente en ciertos pasajes de mi recuerdo y que con el tiempo fueron
arrastrados hasta un territorio ingrato: el olvido. Vi sus imágenes, y fue como recuperar un paisaje que alguna vez me perteneció: la arquitectura clásica, pero contradictoriamente derruida, como si se tratase de un mundo perdido, de una serie fabulosa de descubrimientos arqueológicos; los claroscuros ''bruñidos'' con que sus paisajes cobraban una apariencia más lóbrega; la soledad tenebrosa en que se sitúan sus sordos objetos en el espacio; los pasillos lúgubres que se perdían en la nada; los fondos enmudecidos e inundados de nostalgias antiquísimas; la vaga tristeza de un mundo en el que la Modernidad todavía irrumpía con lentitud. Todo eso me perteneció y lo creo; pero con Piranesi no sólo recuperé aquella luz, sino que ahondé aún más en ese universo fabuloso en el que el Ritorno a lo antiguo es el centro gravitacional de la obra.
Hay una anécdota interesante donde Piranesi expone una suerte de ''teoría del arte'': su amigo Hubert Robert, sumido en la perplejidad ante demasiado talento, le preguntó en cierta ocasión cómo era capaz de contentarse con tan pocas indicaciones para producir unos grabados repletos de ricos detalles. Piranesi respondió lo siguiente: "el dibujo no está sobre el papel sino completamente en mi cabeza, y tú verás esto sobre la plancha de cobre".
Es por eso que fascina Piranesi: dicen que no hay forma artística que no haya sido pensada antes por la humanidad. Pero, quizás, en cada momento histórico, en cada manifestación del hombre a través del arte, quede el rastro o la huella de lo sublime. Es posible entonces que ese vestigio sea el camino que conduzca al artista a seguir penetrando en la infinita nebulosa, desentrañando una exquisita geología de extraños minerales cuya existencia siempre fue una sospecha (¿cómo entender a Racine sin Eurípides, a Darío sin Baudelaire o Góngora, a García Márquez sin Faulkner?). Luego de esa recuperación, el artista le suma la etapa final, aquello que lo acerca con su espíritu -con su ''biología'', diría Barthes-, lo individual que siempre excede a la tradición: propiamente, el estilo. En Piranesi confluyen Clacisismo y Barroco: esa suma, que lo hace tan exótico, es su material personal, su propio egoísmo, la ''cosa'' de su arte.
Piranesi dejó de existir un 9 de noviembre de 1778, en Roma. Dejó una notable influencia en el Neoclasicismo, en el Romanticismo (merced a las imágenes de sus pasadizos y escaleras sin fin en su colección Carceri d'Invenzione) e incluso en el Surrealismo (el manifiesto caos de sus pasillos, tan cercanos a la confusión de los sueños) y en los decorados tétricos del cine de terror. 230 años que pasaron no de su ausencia, sino de un incesante resplandor.

*Los interesados pueden visitar la siguiente galería virtual:

16 septiembre 2008

Respuesta al señor Julio Médem respecto al ciclo «La nueva narrativa peruana»

»» Por: Armando Alzamora



Ahora que releía el post que Gabriel Ruiz-Ortega escribió con respecto al ciclo «La nueva narrativa peruana» para el portal literario Porta 9, me quedó una sensación muy similar a la que manifiesta el señor Julio Médem (desconozco si se trata del cineasta o de un desaforado impostor) en su comentario, el cual transcribo a continuación:
''En principio saludo que este tipo de eventos se desarrollen en una escuela de literatura tan relegada. Es una muestra de que sí se pueden hacer encuentros literarios de cierto alcance.
Sobre el artículo, pensé que se iba a plantear alguna problemática tocada en ese ciclo, o algunas conclusiones, por lo menos. Es decir: el debate.
GRO ha hecho lo que hace en su blog. Una lástima, seguro que se sacó algo provechoso de este encuentro, sería bueno que alguien lo condense en un artículo coherente e interesante.
Nada en contra del autor de la buena novela La Cacería. Solo es una opinión.''

Estoy de acuerdo con la idea de que el post intenta informar y entrener (fiel a su estilo), porque Gabriel condensa de manera sustancial la forma en que nos organizamos para concretar la realización de este evento. Testimonio fiel, diría yo, de un arduo trabajo en el que participamos tanto autoridades, profesores y alumnos de la Universidad Nacional Federico Villarreal. También están, obviamente, los autores que tan gentilmente accedieron a formar parte del ciclo, así como los invitados para comentar las obras que en su mayoría estuvieron acertados (sólo basta preguntar a algunos de los asistentes por las intervenciones de José Güich o de Ricardo Virhuez, entre otros). Sin embargo, decidí escribir este post en parte atendiendo al pedido del señor Médem (de quien me intriga de sobremanera su verdadera identidad que sé jamás revelará -espero que lea este post, agradeceré la difusión) y en parte también porque hasta el momento, salvo la crónica y algunos post de Ruiz-Ortega, nada se ha escrito al respecto.

No creo que sea pronto para sacar conclusiones, ya que el tema principal siempre estuvo sobre el tapete en todas las presentaciones: ¿En qué situación se encuentra el panorama actual de la narrativa peruana? No obstante, el sentido común me dice que la pregunta, e incluso el tema, le queda demasiado grande al ciclo. Debo decir a título personal que el ciclo que hemos realizado no sirve como muestra de la nueva narrativa peruana. La narrativa peruana no son solamente ocho autores invitados a un evento literario. Eso está debemos tenerlo claro. A lo mucho lo que hemos logrado es una muestra de narradores capitalinos, y en esto quiero incidir. No me cabe la menor duda que los narradores que en estos meses desfilaron por la UNFV -capitalinos o no, andinos o no- poseen la más alta calidad literaria. Ha sido muy grato para mí descubrir obras como las de Martín Roldán Ruíz, Rafael Inocente y Marco García Falcón. Y con esto no digo que sean referentes de la nueva narrativa peruana, solo afirmo que de entre los ocho escritores que asistieron al ciclo, a mi parecer fueron los más destacados. Aunque con estilos disímiles, la sensación que me deja este acercamiento es que los nuevos narradores están forjando lo que será en el futuro una generación de escritores los que sin duda merecen nuestra atención como lectores o como críticos.

Ahora bien, en medio de esta eclosión literaria, subyace otro problema que muy bien anotó Francisco Ángeles (que me disculpe si tergiverso alguna de sus palabras, pero es lo que más o menos entendí) en su disertación con ocasión de la presentación la obra de Claudia Ulloa Donoso. Él dijo casi textualmente que si bien existe muy buena narrativa -y Claudia es un claro ejemplo- también existe una narrativa muy mala. Y culpa de ello al fenómeno editorial que más se viene preocupando por la cantidad que por la calidad. La fórmula es: mucha editorial = mucho escritor = poca calidad. El precio que tenemos que pagar nosotros los lectores que ya no sabemos ni qué escoger es una publicación indiscriminada de libros en donde vienen mezclados desde autores de gran talla hasta perfectos bodrios (alguna vez leí las críticas que Leonardo Aguirre solía escribir sobre esta última categoría de escritores -gran perverso, Leonardo). En otras palabras, poco profesionalismo: ahora todos quieren ser escritores, como si pateando un árbol, el talento cayera cual manzana.

Empero, ¿es posible comprender el panorama en el que se encuentra la nueva narrativa peruana? ¿Y sirve de algo este tipo de eventos para demandar el reconocimiento de una generación que se abre paso en nuestra narrativa? El problema que se presenta aquí es el mismo que se da cuando empieza a circular en el medio una nueva antología de narradores jóvenes (y de esto podrá dar fe Gabriel). Lo que pretendo entonces es reconocer que pese a las limitaciones, el ciclo que realizamos ha sido un grano de arena en el castillo. Falta de difusión (pese a todo), cierta arbitrariedad, inexperiencia, entre otros defectos. 

Espero con ansias que el señor Médem pueda leer este post y que pueda comentar algo al respecto. De ser así, le hago llegar la invitación para que asista (si es que, como parece obvio, no se tratase del cineasta) a la última fecha en la que presentaremos al escritor Marco García Falcón. La cita es el viernes 26 al mediodía en la sala de Grados Antenor Orrego, en el local central de la UNFV ubicado en la avenida Colmena.

09 septiembre 2008

Verástegui o el testimonio de un offsider

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»» Enrique Verástegui nos recibió en su casa de La Molina para dialogar y conocer un poco más de ese ser esquivo y misterioso, sus ámbitos, sus soledades. A sus 58 años, Verástegui es quizás el poeta vivo más importante de la generación del ’70 en adelante.

»» Por: Armando Alzamora.
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Es un sábado de junio. La Coaster nos conduce a un ritmo bastante lento y adormecedor. En algún momento del viaje el cobrador nos anuncia: «Es aquí, chochera». Pagamos el pasaje y nos bajamos. En ese rincón remoto de la ciudad se respira armonía, serenidad. Pero mientras nos acercamos a la casa del poeta la calma decrece. «Verástegui nos está esperando desde hace una hora», dice uno de mis compañeros. Imaginamos una casa muy grande; propicia para la inspiración sosegada de un poeta, pensamos. Entonces llegamos a la dirección indicada. La casa no es muy grande; tampoco pequeña. Tiene dos pisos y un patio espacioso plagado de tiestos con helechos. Me aproximo al enrejado y toco el timbre. Pasan algunos segundos que parecen interminables. Hasta que al fin aparece tras la puerta la inquieta figura del poeta. Mantiene una expresión apacible y traslúcida; su sonrisa parece perenne, como si siempre estuviera contento.

«Hola», nos dice al llegar a la entrada, «¿cómo están? Enrique Verástegui, mucho gusto». Cada uno se presenta por su nombre. Nos invita a pasar. Cruzamos el patio e ingresamos a la casa. La sala es un ambiente pulcro, con piso de parquet y las paredes blancas. «Mi madre mantiene todo esto muy limpio», nos dice. Hay algo de niño en este hombre -pensamos-, algo que perdurará hasta sus últimos días. Nos apostamos cómodamente en los amplios sofás. «Hemos traído un vino para brindar, don Enrique». El poeta asiente, mientras se acomoda las gafas. Entonces, se aproxima al cuarto contiguo y vuelve con cinco copas y un cenicero. Se sienta con nosotros, servimos el vino, prendemos algunos cigarros e iniciamos la conversación.

«¿Cómo están, muchachos?», nos dice, «es un honor tenerlos aquí». Muy timoratos, tanteamos ciertas preguntas, repasando algunos temas menores antes de intentar penetrar en su confuso universo. Este hombre, sabemos, ha leído más de mil libros. «¡Qué mil libros!», nos dice, «¡Cien mil libros en toda mi vida!». Por ello, confiesa, con mucha modestia, que se considera un erudito. «Yo puedo hablar de todos los temas, ustedes propónganlos que yo converso». De manera que aquella información resulta muy útil para abordar los temas que nos interesan. Inevitablemente nos inclinamos por hablar de su tiempo, de su generación, del movimiento Hora Zero. «Yo he sido un offsider», nos cuenta, «poéticamente me formé muy aparte de ellos, aunque los frecuenté siempre y fuimos grandes amigos, con ideales compartidos». La conversación no es fluida, y por ratos se torna áspera y pesada.

En un determinado momento, nuestro afán se centra en definir sus influencias. «Pero es tanto lo que leído», nos dice, «que les mentiría diciéndoles que estoy influenciado por unos pocos; todos, absolutamente todos, han dejado en mí su huella». Surgen, entonces, diversas preguntas: Barcelona, París, Oquendo de Amat, Kristeva... «Jamás conocí a Julia», contesta, «pero la admiro, es una mujer muy inteligente». Su sinceridad nos sorprende. «A quien sí conocí fue a Ginsberg, a Paz, a Bolaño... Severo Sarduy fue mi amigo».
¿Y qué tan cierta es la leyenda maldita de Verástegui? Él afirma: «Yo no soy tan bohemio como la gente cree. Me tomo un vino tranquilo en mi casa pero sin molestar a nadie. Nunca probé droga alguna». Difícil evitar la incredulidad. Y sin embargo, «El negro» -como le llaman sus amigos- posee lo que pocos poetas de su generación tuvieron: un talento excepcional.

Es, sin duda, un ser diferente. Su curiosidad radica en su enajenación. Verástegui parece vivir para adentro. No nos incita al silencio ni al estruendo. Nos hace entender de qué lado está cada uno. Pero es algo que no se comprende en ese instante, sino días después. Aquél universo propio en el que habita ha sido siempre inextricable. Y si para él, como dice, la locura es mundana y no forma parte de su vida, para nosotros, en cambio, parece habérselo llevado a «los extramuros del mundo», mas no alejándolo del todo, sino refugiándolo en una costa cercana desde donde contempla, con vital alegría, y vital desazón, la existencia y los años que van de la mano.

No es verdad que la tarde se haya acabado. Sin embargo, llega la hora de partir. El poeta accede amablemente a tomarse las fotos. Nos pide que se las enviemos. «Así será, don Enrique». Nos ponemos de pie y nos acompaña a la puerta. «¿Están felices?», nos dice. En realidad parecemos confundidos, pero sí... la alegría es distinta y no distante. «Llámenme cuando gusten, muchachos, yo estaré encantado de recibirlos». «Así será, don Enrique». Nos despedimos. Un apretón de manos. Un abrazo. «Hasta pronto»

Nos alejamos pensando, cada quien por su lado, que algo extraño ha pasado esta tarde, que hemos libado un vino con un bardo y que a pesar de ello todo ha sido fugaz y lejano. ¿En qué momento acabó? Hurgamos respuestas que no existen y nos proponemos, ciegamente, a seguir el camino. La poesía quizás nos depare rumbos sinuosos y disímiles o, como los de Verástegui, curiosos y enloquecedores.

01 septiembre 2008

Crítica ficcional de un «Cuento no ficcional»

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Por: Armando Alzamora


En el breve texto que Jorge Vergara titula «Cuento no ficcional», se lee lo siguiente: «Cuando el punto suceda a la letra habré terminado de escribir». Se suscita un problema. Si el punto marca el fin de la escritura, ¿qué es el punto exactamente?, ¿es escritura misma o simbolización delimitadora entre lo escritural y el vacío? Existen dos hipótesis: una idealista; la otra, materialista.

La primera afirma que si el punto es escritura, tendríamos que admitir que el punto no es el fin, pero sí lo es el vacío que le sucede. Dicho de otro modo, con el punto daríamos por acabado el terreno escritural y tendríamos que pensar en una línea, invisible acaso, que suceda al punto y que delimite claramente el enunciado escrito. Esta hipótesis es idealista, porque se entiende que la línea no existe en lo concreto, está pero no está, es ideal per se; una necesidad ontológica.

La segunda hipótesis (materialista, se entiende) nos dice: Si se diera el caso de que el punto fuese el límite, entonces tendríamos un problema estráticamente ontológico, ya que no puede probarse la existencia de un «más allá del punto», pero sí la de un «más allá de la escritura»: estrato moroso, inexpugnable, siempre en pérdida: el punto. Con ello tendríamos que admitir que el punto es un objeto autónomo e insular (como la línea invisible pero visible) que linda (siempre, hay que decirlo) entre el vacío y la escritura. En conclusión, la escritura se delimitaría a sí misma, es decir, posee sus fronteras, es finita, con o sin punto.

De uno u otro modo, se prueba que el texto de Vergara es un sofisma. En efecto, el punto nunca marcaría el fin de la escritura.