09 septiembre 2008

Verástegui o el testimonio de un offsider

_________________________________
»» Enrique Verástegui nos recibió en su casa de La Molina para dialogar y conocer un poco más de ese ser esquivo y misterioso, sus ámbitos, sus soledades. A sus 58 años, Verástegui es quizás el poeta vivo más importante de la generación del ’70 en adelante.

»» Por: Armando Alzamora.
_______________________________________




Es un sábado de junio. La Coaster nos conduce a un ritmo bastante lento y adormecedor. En algún momento del viaje el cobrador nos anuncia: «Es aquí, chochera». Pagamos el pasaje y nos bajamos. En ese rincón remoto de la ciudad se respira armonía, serenidad. Pero mientras nos acercamos a la casa del poeta la calma decrece. «Verástegui nos está esperando desde hace una hora», dice uno de mis compañeros. Imaginamos una casa muy grande; propicia para la inspiración sosegada de un poeta, pensamos. Entonces llegamos a la dirección indicada. La casa no es muy grande; tampoco pequeña. Tiene dos pisos y un patio espacioso plagado de tiestos con helechos. Me aproximo al enrejado y toco el timbre. Pasan algunos segundos que parecen interminables. Hasta que al fin aparece tras la puerta la inquieta figura del poeta. Mantiene una expresión apacible y traslúcida; su sonrisa parece perenne, como si siempre estuviera contento.

«Hola», nos dice al llegar a la entrada, «¿cómo están? Enrique Verástegui, mucho gusto». Cada uno se presenta por su nombre. Nos invita a pasar. Cruzamos el patio e ingresamos a la casa. La sala es un ambiente pulcro, con piso de parquet y las paredes blancas. «Mi madre mantiene todo esto muy limpio», nos dice. Hay algo de niño en este hombre -pensamos-, algo que perdurará hasta sus últimos días. Nos apostamos cómodamente en los amplios sofás. «Hemos traído un vino para brindar, don Enrique». El poeta asiente, mientras se acomoda las gafas. Entonces, se aproxima al cuarto contiguo y vuelve con cinco copas y un cenicero. Se sienta con nosotros, servimos el vino, prendemos algunos cigarros e iniciamos la conversación.

«¿Cómo están, muchachos?», nos dice, «es un honor tenerlos aquí». Muy timoratos, tanteamos ciertas preguntas, repasando algunos temas menores antes de intentar penetrar en su confuso universo. Este hombre, sabemos, ha leído más de mil libros. «¡Qué mil libros!», nos dice, «¡Cien mil libros en toda mi vida!». Por ello, confiesa, con mucha modestia, que se considera un erudito. «Yo puedo hablar de todos los temas, ustedes propónganlos que yo converso». De manera que aquella información resulta muy útil para abordar los temas que nos interesan. Inevitablemente nos inclinamos por hablar de su tiempo, de su generación, del movimiento Hora Zero. «Yo he sido un offsider», nos cuenta, «poéticamente me formé muy aparte de ellos, aunque los frecuenté siempre y fuimos grandes amigos, con ideales compartidos». La conversación no es fluida, y por ratos se torna áspera y pesada.

En un determinado momento, nuestro afán se centra en definir sus influencias. «Pero es tanto lo que leído», nos dice, «que les mentiría diciéndoles que estoy influenciado por unos pocos; todos, absolutamente todos, han dejado en mí su huella». Surgen, entonces, diversas preguntas: Barcelona, París, Oquendo de Amat, Kristeva... «Jamás conocí a Julia», contesta, «pero la admiro, es una mujer muy inteligente». Su sinceridad nos sorprende. «A quien sí conocí fue a Ginsberg, a Paz, a Bolaño... Severo Sarduy fue mi amigo».
¿Y qué tan cierta es la leyenda maldita de Verástegui? Él afirma: «Yo no soy tan bohemio como la gente cree. Me tomo un vino tranquilo en mi casa pero sin molestar a nadie. Nunca probé droga alguna». Difícil evitar la incredulidad. Y sin embargo, «El negro» -como le llaman sus amigos- posee lo que pocos poetas de su generación tuvieron: un talento excepcional.

Es, sin duda, un ser diferente. Su curiosidad radica en su enajenación. Verástegui parece vivir para adentro. No nos incita al silencio ni al estruendo. Nos hace entender de qué lado está cada uno. Pero es algo que no se comprende en ese instante, sino días después. Aquél universo propio en el que habita ha sido siempre inextricable. Y si para él, como dice, la locura es mundana y no forma parte de su vida, para nosotros, en cambio, parece habérselo llevado a «los extramuros del mundo», mas no alejándolo del todo, sino refugiándolo en una costa cercana desde donde contempla, con vital alegría, y vital desazón, la existencia y los años que van de la mano.

No es verdad que la tarde se haya acabado. Sin embargo, llega la hora de partir. El poeta accede amablemente a tomarse las fotos. Nos pide que se las enviemos. «Así será, don Enrique». Nos ponemos de pie y nos acompaña a la puerta. «¿Están felices?», nos dice. En realidad parecemos confundidos, pero sí... la alegría es distinta y no distante. «Llámenme cuando gusten, muchachos, yo estaré encantado de recibirlos». «Así será, don Enrique». Nos despedimos. Un apretón de manos. Un abrazo. «Hasta pronto»

Nos alejamos pensando, cada quien por su lado, que algo extraño ha pasado esta tarde, que hemos libado un vino con un bardo y que a pesar de ello todo ha sido fugaz y lejano. ¿En qué momento acabó? Hurgamos respuestas que no existen y nos proponemos, ciegamente, a seguir el camino. La poesía quizás nos depare rumbos sinuosos y disímiles o, como los de Verástegui, curiosos y enloquecedores.