17 julio 2008

Tener un ideal y morir joven: Luis Hernández Camarero.

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»» Por: Luis Mendoza.

Como cuando vivías
Cantarás,
Aunque no vuelvas.

La triste desaparición física de Luis Guillermo Hernández Camarero, acaeció el 3 de octubre de 1977, en Santos Lugares, Argentina; fue y seguirá siendo una gran pérdida para la poesía peruana.

Como si eso fuese poco, el hecho significó, además, el fin de una rica aventura humana y artística que paso por muchos períodos, absorbió numerosos influjos y los procesó de un modo muy personal, entablando un íntimo diálogo estético entre él y su “día a día”. Y lo hizo con una modestia y una sinceridad muy poco frecuentes.

A pesar de eso, no muchos están familiarizados con su obra porque Hernández es un caso muy singular y paradójico. Entre los poetas de la ‘’generación del 60” destaca como uno de los más auténticos, pero su obra ha tenido una difusión tan reducida que apenas supera la marginalidad. Siempre estuvo relacionado con su entorno aunque de una manera indirecta, era por así decirlo un eterno observador. Fue siempre un modelo de espíritu moderno y rebelde, que permaneció fiel a sus propias expresiones que se constituyeron en el verdadero horizonte de su imaginario-creativo. Además es muy significativo debido a su innovador lenguaje poético al que dotó de libertad a su modo y por cuenta propia sin afiliarse -salvo al principio- a ningún grupo o movimiento. A través de las metamorfosis de su producción mantuvo la misma radical disidencia estética frente a todo.

Su obra es de un carácter profundo, construido con un lenguaje simple que EN ningún momento le resta dicha profundidad, que refleja el dolor y la ternura que significa vivir en este planeta, además, de ser una muestra clara de la realización de sus añoranzas y una búsqueda de sentido a su existencia, una afirmación de ésta. Y todo esto lo hace con una simpleza tan humana que lo acerca a cada uno de nosotros esencialmente.

La facilidad de manejar el lenguaje con gran espontaneidad, pasando de coloquialismos -que no le quita en ningún momento el ritmo- a referencias culturales europeas, confieren a su poesía un tono lúdico y una intensidad que no llega a esconder del todo el fondo de asumida soledad en que se origina. Lo lúdico se presenta, además, con el fin de ridiculizar las trivialidades burguesas y la solemnidad poética. Se puede decir que con Hernández la alegría retorna a la poesía peruana y que desde Carlos Oquendo Amat no hubo expresión más cristalina.

Su obra muestra, además, la huella que le han dejado las lecturas de Ezra Pound, Juan Ramón Jiménez, Francois Mauiri, Verlaine y de los poetas de la generación Beat, siendo, por lo tanto, uno de los primeros poetas peruanos que acoge provechosamente los aportes de la lírica anglosajona, además tiene una notoria influencia de la música, no solo como fuente de inspiración y antídoto contra la muerte, sino, que es el hilo que dota de fluidez a sus poemas.

Hernández está enmarcado en la generación del 60”, de la que también formaron parte Marcos Martos, Javier Heraud, Luis Enrique Tord, Livio Gómez, Arturo Corcuera y Antonio Cisneros. Aunque compartió con ellos aventuras juveniles y sus inicios literarios pronto Hernández se aleja de ese circuito literario oficial (1965) y realiza la mayor parte de su obra desligado de esa generación. Es posible suponer que ese hecho favoreció en un rasgo clave de su evolución: la marginalidad que le permitió asumir el arte como la vía suprema de expresión, para dar a la vida una visión más amplia y completa. Su obra poética gira alrededor de ciertas imágenes que encarna el permanente dilema entre la conciencia de la caducidad y la conciencia de alcanzar lo que está más allá. Pero la verdad es que su obra revela que el autor no avanza ni retrocede, sino, que se transforma a través de ciclos recurrentes. En cada fase Hernández repasa, amplía y renueva lo ya intentado para lanzarse a nuevas experiencias, el hecho de retomar algunos de sus versos es una muestra clara.

Su producción se puede separar en dos etapas: una donde cultiva un intenso lirismo, que lo podemos apreciar en sus breves poemarios: Orilla (1961), Charlie Melnick (1962) y Constelaciones (1965); del que se fue apartando, tan rápida como decisivamente, pues, a partir de su ultima publicación -1965- pasa a una etapa en la que se dedicó a llenar cuadernos, que eran adornados con trazos de múltiples colores; son dibujos finamente infantiles, que de cierto modo complementaban su universo poético. Se habla de más de un ciento de cuadernos pero en la actualidad sólo se conservan un número reducido debido a su carácter único y a la soltura del autor ante éstos, ya que tenia la costumbre de obsequiarlos. A todo este conjunto de trazos en el silencio, que son sus cuadernos, Hernández decidió llamarlos Vox Horrísona: una voz que abarcó tanto los sonidos bellos como desagradables o discordantes. Sin duda su obra es un claro ejemplo del intento de unir lenguas tan distintas como distantes.

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